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Hace unos años quise hacer un proyecto documental sobre ‘el paseo’ al más puro estilo Robert Walser. Deseaba practicar el arte de perderme con la cámara en un bosque. Aquella intención se transformó en un trabajo sobre el paisaje, también sobre la fotografía, entendidos uno y otro (la percepción del paisaje y la visión fotográfica) como alucinaciones provocadas por el cruce, “a una velocidad infinita” (Jean-Marc Besse), entre el mundo y el pensamiento. El vehículo que encontré para trasladarme de un universo al otro fue el menhir. El arquitecto Francesco Careri, autor de Walkscapes: el andar como práctica estética (Gustavo Gili, 2002), describe el monolito prehistórico como un objeto que “contiene en sí mismo la arquitectura, la escultura y el paisaje”. Su singularidad reside en que se trata de un cuerpo interpuesto entre la naturaleza y la cultura. Es territorio porque antes de ponerse en pie carecía de connotaciones simbólicas. Pero el menhir también es orden, composición, representación. Al rotarla, el ser humano transforma la piedra en otra cosa: extrañeza, sueño, relato. Me adentré en los bosques, al norte de la región francesa de Bretaña, imaginando que aún sería posible distinguir el contorno de esa diferenciación. Perseguía la visión utópica de quienes contemplaron por primera vez un paisaje en la naturaleza.

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Diseñado y desarrollado por Julio César González